bienvenidxs

Si bien mi familia no nadaba en abundancia financiera o empresarial, nunca nos faltó algo que alimentare nuestro bienestar. Mi abuela, más que una fuente de recetas caseras para un libro jamás escrito, era una oficiante de rituales sanadores. Tanto como fuente apócrifa y como sanadora, ella me sembró en mí una humilde ingenuidad. Ella no se sentía indefensa al enfrentar síntomas desconocidos sino que aplicaba ceremoniosamente la analogía como principio para recomendar un tratamiento adecuado: si un síntoma nuevo se parecía a dolencias de las que ella ya tenía conocimiento, recurría a un remedio que ya había utilizado de manera terapeútica. Así, cuando sus nietes regresaban de jugar con sarpullidos en la piel, los aliviaba con té helado de lavanda, y ante las reacciones alérgicas por picaduras, aplicaba su ungüento casero contra la inflamación.

Entre la vida rural y la urbana, heredé algo de esa sabiduría subalterna de mi abuela. Recibí sus enseñanzas sobre el vínculo sobrenatural, intrincado y codeterminante, entre el entorno y nuestro cuerpo. Aunque mi entendimiento del concepto de la complementariedad dual sólo arribó a mí muchos años después, mi abuela me enseñó a ser un testigo pero también una conspiradora alrededor de los principios del crecimiento y su lantete potencial de curación. Me instruía en la destreza carnal que le permite a las formaciones subjetivas alejarse de la matriz eurocéntrica del saber y la fisiología.